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Pocitos

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Pocitos

Por Roberto Echavarren

Las maneras de recorrer la ciudad tal vez se vinculen con los modos de escribir sobre ella. Tres escritores y una escritora nos invitan a conocer lugares escondidos de las que consideran sus ciudades.


Ya antes de nacer me gustaba el barrio de Pocitos en Montevideo. Construido en los veinte y treinta mayormente, fue consecuencia de la bonanza de la clase media uruguaya de esa época. Al principio fue playa, y todavía lo es. Alrededor de 1910 existía un armazón de madera, el Hotel de los Pocitos, construido en un muelle que se adentraba en la playa. Mi padre lo conoció, yo no. La Rambla, la avenida costera, fue un lugar de paseos, de corsos de carnaval, de lucimiento de aquellos modelos rotundos de auto descapotable, que se llamaban Doble Phaeton. 

Pero ese no es el Pocitos que yo conocí. En 1930 mi abuelo hizo edificar una casa tipo Bauhaus con gran jardín, no común en esa parte de la ciudad, ya que los terrenos fueron muy divididos, y dieron lugar a casas angostas de dos y tres pisos, cuyo estilo fue definido por la compañía de construcción Bello y Reborati. Eran maestros para diseñar las fachadas, combinando ladrillo, revoque, piedra, madera. El resultado era vagamente evocador de casas o palacios venecianos. 

En las veredas crecían y crecen tipas, que manchan los coches de gotas aceitosas, plátanos, fresnos, hayas y otras especies que con el tiempo han crecido muy alto y dan sombra a las calles en verano. Con mis padres vivía en el centro, pero de muy chico me llevaban casi todos los días a casa de mis abuelos. Cuando empecé el colegio esas visitas se redujeron a los jueves y los domingos. El jardín fue mi humilde versión del paraíso. Jugaba bajo la pérgola, a lo largo de los canteros. Tendía trampas de ratón a los gorriones. Si morían los enterraba en cajas de lata que abría después de una semana o dos para observar cómo eran devorados por los gusanos. Al fondo había una gran higuera y tras la higuera un gallinero y también un cuartito con objetos fuera de uso y juguetes que habían pertenecido a mis tíos. Recuerdo un gran muñeco de celuloide. Creo que la palabra ha pasado de moda tanto como ese tipo de material. Observaba abrirse el culo de la gallinas y de allí salían gigantes huevos. Había una vieja casilla de perro, el Kiel, un pastor alemán, con las letras de su nombre encima de la puerta, ya muerto antes de que yo naciera. El perro había matado una garza blanca de mi abuela, transparentada todavía en algunas fotos. Pero los perros de mi abuela, en mi infancia, eran pekineses, traídos al Uruguay por los dueños de una tienda de la época: el London París. La perra Polly fue mi compañera de juegos. Tenía la misma edad que yo y murió ciega a los quince años. Su muerte fue la despedida de mi niñez. Esa casa fue vendida y el paraíso se cerró para siempre. Ni siquiera puedo verla hoy tal como era. Otros dueños la reformaron. Sus líneas Bauhaus fueron recubiertas primero por una especie de churrasquera de ladrillo. A su vez la churrasquera fue sustituida por una blanda versión posmoderna que me da pena mirar. 

Las casas sobre el mar o cerca del mar fueron demolidas en los cincuenta, sesenta y setenta y sustituidas por edificios de apartamentos con aspecto de cajas de zapatos. Hay dos rascacielos de los treinta dignos de mención: el edificio Rambla, al borde de una Plaza de diseño italiano renacentista, escalonada sobre una pendiente que da al mar. Y otro edificio estilo náutico, como un gran transatlántico con ojos de buey y falsos salvavidas en sus muros, la obra más ambiciosa del arquitecto Vázquez Barriere. Todavía en ese momento los arquitectos experimentaban con diseños singulares. Después todo se redujo a un mero cálculo de costos. 

La sección interior de Pocitos, las calles alejadas unos cientos de metros de la costa, conservan todavía muchas casas de la época. Me gusta caminar al azar por esas calles en compañía de mi perro. Cada caminata es una aventura sin rumbo fijo. El barrio pasó de residencial a nuevo centro, proveedor de todos los servicios. También se llenó de coches, por supuesto. 

Pero esas casas que todavía existen me parecen algo así como juguetes. Están hechas para otro tiempo y otra sociedad. Cada una tiene para mí un misterio. Al no conocer a las personas que las habitan, que quizá sean banales o no, me siento fuera del tiempo, pendiente de esos alféizares carcomidos, de esos aleros de tejas francesas y maderas despintadas, o al revés, algunas de ellas, la mayoría, renovadas o recicladas, demuestran la prosperidad de sus dueños. En todo caso, mi afecto, mi curiosidad pasan por el costado de su función utilitaria actual. Aunque los formatos sean equivalentes, cada cual tiene características diferenciales y es digna de atención a su modo.  

No sé qué será de Pocitos. Sé que mi cuerpo histórico tiene un fin. Pero hay algo en la poesía que no tiene fin. Y la poesía, como un cambio del tiempo, un cambio de estación, las roza, las enlentece, para que se queden allí, iguales a sí mismas, en ese enclave marino que las vio crecer. El aire quieto se demora en ellas, o una ráfaga agita las ramas de los paraísos, un golpe de sol relumbra en los tejados para bendecirlas, para acariciarlas.

Buenos Aires, Filba Internacional 2018

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