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Place not people

Recorrido literario

Place not people

Por Mercedes Halfon

En un recorrido singular por la fotogalería FOLA, cuatro escritores leyeron un relato inspirado en obras de los fotógrafos Walker Evans, Jim Dow, Fernando Paillet y Guillermo Srodek-Hart que formaban parte de la exposición Congruencias

Cambiar algo para que algo cambie. Ir en busca de una vida civil, una dosis de sol, o más bien, no ser más esa persona que escribe todo el día en pijama, alternando el mate con el café, las tostadas con comidas recalentadas, siendo por último un cúmulo de mal humor y alimentación excesiva o deficitaria. ¿Por qué hacerlo de esa manera? ¿Por qué esconderme para escribir? Como si fuera practicar alguna clase de vicio.
 
Muy bien, me dije, haré mi primera prueba: ir a mediodía a Sócrates, bar casi notable ubicado a pocas cuadras de mi casa, justo frente a la facultad de Filosofía y Letras. Meto en la cartera un libro, la computadora y un cuaderno para tener opciones. Tengo suerte, consigo una mesa junto a la ventana, detalle central para sentirme libre, iluminada, la calle apenas separada de mi por un vidrio transparente. Escribo, veo el brillo de un capot que pasa, sigo escribiendo. El método funciona, el contexto ayuda, rodeada de elementos nuevos, extraños y no los mismos viejos conocidos de siempre: las letras forman su collar armonioso, la hilera de hormigas avanza en la pantalla.
 
Pero percibo algo que me perturba: el mozo, un hombre de bigote y canónico uniforme  con moñito, me mira. Trato de ignorarlo, de continuar con mi tarea, pero lo intercepto con los ojos en mi mesa. Vuelvo hacia la computadora, pero pispeo de reojo y lo pesco escudriñando, aunque intente disimular. ¿Qué hacer? me detengo, mi comportamiento puede generar confusiones, en vez de hacer que finalice la observación pareciera estar buscando el contacto visual. Y efectivamente, minutos después lo tengo en mi mesa trayendo un nuevo cortado con sonrisas y preguntándome si estudio en la Facultad. Balbuceo una respuesta negativa y clavo los ojos en el teclado que ya ha perdido toda capacidad de convocarme. Desconcentrada, sin poder escribir, me sobrevienen ganas de ir al baño. Las resisto. No quiero pararme, preguntarle si cuida mis pertenencias. Hago un gesto en el aire pidiendo la cuenta.
 
La jornada es decepcionante, vuelvo caminando con algunos párrafos en mi haber, pero el resabio de la incomodidad de la tarde. Termino el texto entrada la noche, en mi casa. Pienso que no debo darme por vencida, quizás mañana pueda funcionar en otro bar, de una clase diferente, alguno de los modernos sobre Pedro Goyena, usualmente desiertos. En esa avenida hay árboles frondosos que se mueven apenas con el viento. Sigue siendo una buena idea para indagar adentro, escribir afuera.
 
A la noche sueño que estoy en mi casa y por la ventana del living que es vieja y no cierra muy bien entra un hombre de pelo largo vestido con un traje y una capa. Es una especie de Conde Drácula, así que yo grito y forcejeo por hacerlo salir, pero no lo consigo. No es especialmente agresivo, pero me da miedo. Luchando con todas mis fuerzas logro que retroceda hasta el balcón y lo saco. Pero vuelve a entrar, esta vez por la cocina. Grito, doy voces llamando a la portera, pensando que de ese modo voy a asustarlo. La portera viene a ver qué pasa y él se escabulle. Descubrimos que el pelo que usaba era una peluca, en su huida le quedó tirada en el piso. Me doy cuenta que todo su atuendo es falso, que es un hombre común. Sigo en mis quehaceres cotidianos, tal vez ya es otro día. Me dirijo al lavadero, veo que la luz está pendida y sé que es él. Pierdo totalmente la paciencia y enfervorecida le pego varias veces con mis puños en la cabeza que hace un ruido muy fuerte en cada golpe. Cuando retrocedo veo un charco oscuro bajo su cuerpo. Comprendo que es sangre y que lo maté.
 
Hago un intento en Luciano´s. En verdad es una heladería, pero amplia, moderna, hay pocas mesas repartidas en el local, todas ubicadas junto a la ventana. Los ploteos en los cristales son una plaga, impiden la visibilidad. Me resulta confuso qué interés puede tener para quien ya está sentado en una mesa del lugar, esos enormes plásticos que promocionan frapucchinos. Estamos en otoño, la heladería está deshabitada, un mozo colombiano mira melancólico desde la caja escuchando algo que parece ser música de su país. Me siento cerca de la puerta, único lugar donde el cristal permanece despejado y saco un cuaderno. La cosa marcha: el café es bueno, hay un silencio solo tiznado por una bachata que se neutraliza con el correr del pensamiento. Escribo.
 
Pero el tintineo de la puerta me da un mal presentimiento: una mujer con un niño de unos cinco años entran al bar. Piden helado, se sientan y ella saca un celular que se pone a mirar abstraída. El niño deja su cucurucho a la mitad y empieza a dar voces de un aburrimiento que es apenas silenciado por un camioncito que la madre saca de la cartera. No puedo evitar notar como lo hace andar por distintas superficies a su alrededor, porque son siempre zonas rugosas: una chapa acanalada del piso, un lateral pinchudo del mostrador. Pasa las ruedas como si rayara queso parmesano, generando un sonido parecido al de una sierra o un taladro. Hago un suspiro prolongado, pero la reacción de la madre es nula, ni siquiera alza los ojos de su teléfono. El niño golpea su camión como si este “chocara” con otro vehículo. Una, dos, tres veces, empiezo a pensar si iniciar una acción más contundente, cuando se tropieza y comienza a llorar  a voz en cuello. La madre también grita, lo llama, preguntándole qué le pasó. Miro insistentemente en su dirección y en la del mozo colombiano pero mis súplicas no son registradas, es evidente que ella considera que esto es normal, un día en su vida, justificado todo malestar provocado en su entorno, con la tautológica frase: “Es un chico”
 
¿Por qué insisto con los bares? Quizás más que aire fresco, voy tras un mito. Muchos escritores usaban bares para escribir, como oficinas públicas. Los mozos los respetaban, el entorno los admiraba, bares que quedaban marcados por sus presencias, hasta el punto de que, muertos estos escritores, han construido esculturas que los reemplazan. En Lisboa hay una con Fernando Pessoa sentado en una mesita de bronce gesticulando con una mano estirada, como si estuviera en medio de una disertación. En Buenos Aires está La biela, donde hay una escultura de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, célebres habitúes. Quizás alguna vez escribieran allí, no Borges pero sí Bioy. La escultura Borges está en esa pose que solía adquirir para conversar, con ambas manos apoyadas en su bastón como un sostén que lo conectaba con vaya a saber qué, para luego lanzar sus ideas al mundo. La de Bioy sonríe con un libro en la mano y un lápiz en la otra, como si escribiera y leyera en simultáneo. Algo, por otra parte, muy difícil de hacer.
 
Hace poco echaron a dos chicas por darse un beso en ese mismo bar. ¿Dónde escriben las mujeres? Virginia Woolf hablaba de la necesidad de un cuarto propio, un lugar donde poner el imaginario a girar. Una espacio alejado, sin padres, sin hijos, sin amantes, sin los quehaceres de la casa, la cotidianidad, un lugar autónomo, independiente y propio. Hoy las mujeres vivimos solas, trabajamos, convivimos con quien queramos y podemos conseguirnos la comida caliente. Pero seguimos necesitando ese lugar donde se desate la invención y ocurra la escritura. Virginia Woolf hablaba de cuarto propio. ¿Pero lo que necesito hoy es un cuarto? ¿Qué ocurriría si en vez de una habitación fuera un bar? ¿Por qué ocultarnos en nuestros casas?
 
No imagino un busto o una escultura de una mujer escribiendo en la cocina, luego de que sus hijos se hayan dormido.
 
Los antepasados directos de los actuales bares son las “thermopolias” y “cauponae” romanas. Las thermopolias, vendían bebidas y comida para consumir in situ o para llevar. Las cuponae en cambio tenían un lugar colectivo para pernoctar, además de ofrecer comida y bebidas, que tenían en mostradores que hacían las veces de barras. En ellos se ponía brasa para mantener los recipientes con comida caliente y también se servía vino aromatizado y cerveza. Bar viene de barra. De estas barras.
 
Mantener el fuego encendido. Un lugar donde haya algo siempre este ardiendo.
 
Cuando salgo de Luciano´s, corre un viento fuerte, las ráfagas levantan papeles del piso y sueltan las hojas de los árboles que estaban casi por caerse. Los niños pasan riendo con sus guardapolvos, la gente apura el paso temiendo una tormenta, caen hojas como si nevara y los porteros luchan como en un videojuego, locos con sus escobillones en mano tratando de dominar las veredas. No habría visto esto si hubiera quedado en mi casa.
 
De noche, en pijama y medianamente como al principio, retomo mi texto. La notebook titula como una llama.

Buenos Aires, Filba Internacional, 2018

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