Fundación FILBA

  1. EN
  2. ES /

Archivo

La fiesta desbordada

Lecturas para empezar

La fiesta desbordada

Por Martín Sancia Kawamichi

Categorías cotidianas que se invierten, expectativas que se chocan con realidades, ruido, desbordes, excesos y las ruinas del día siguiente. Todo eso puede ser una fiesta. Seis autores de distintas partes del mundo escriben sobre la mejor/peor fiesta a la que fueron en sus vidas y nos invitan a revivirlas. 

Harta de que mi cuerpo continuara enredado en las inocencias lampiñas de la niñez (ella tenía quince años y yo trece) Verónica empezó a salir con chicos mayores, de quince en adelante, mientras aguardaba a que la naturaleza me pusiera en condiciones de llevar a adelante una relación acorde a lo que ella necesitaba.  Mis besos de juguete, mis manos estériles y aún perfumadas de caramelos, no le bastaban, o peor: no le servían. Pero el tiempo pasaba lejos de mi entrepierna y Verónica (que, por alguna razón, estaba convencida de que solo me amaba a mí) calmaba sus ansias con cuanto quinceañero se le cruzara, sin elegir (porque creía que, si elegía, entonces sí me era infiel).

Un día uno de mis amigos me llamó “cornudo” y ya no hubo modo de detener esa palabra. Las burlas eran constantes, crueles. Y me cansé.

—Ayer la dejé a Verónica—les dije una tarde. Era mentira: no la encontré en ninguna de las tres oportunidades en las que había pasado por su casa.

—No te creo—me dijo el Pelado. —Yo la vi hace un rato en el mercado y ella no me contó nada. Encima, te estaba comprando un regalo, no sé qué taradez.

—Un lustrador de cuernos—dijo el Gordo Chango, escupiendo, a causa de la risa, pedazos de chicitos, aunque no estaba comiéndolos (el Gordo escupía pedazos de chicitos siempre, sin depender de la burocracia de haberlos comido antes).

Y entonces alguien sugirió que, si de verdad estaba dispuesto a dejarla, y quería que los demás me creyeran,  debía hacerlo públicamente, delante de todos. Estuve de acuerdo.

Esa noche fuimos a la casa de Verónica, que vivía del otro lado, al fondo del barrio, el Pelado, el Gordo, Tulelo, la Pioja, Suena Tremendo y yo. En el camino, pasamos a buscar a Rolo, que vino con dos de sus primos, una de sus hermanas y un grabador en el que sonaba un cuarteto de la Mona Jiménez. A tres cuadras de la casa de Verónica se sumó Confite y también Carly, mi primo, que traía una bombita de agua (era, me olvidé de decirlo, Carnaval).

    En la esquina que quedaba en diagonal a la casa de Verónica, había un cumpleaños. Era mucha gente para una casa sola, así que buena parte de los invitados estaba afuera, en la vereda. Nos detuvimos.

—Uy, boludo—dijo Chúmbale. —Mirá.

A unos quince metros, a un costado de su casa, contra el palo borracho que nunca supe si en verdad era o no un palo borracho, Verónica estaba besándose arrebatadamente con Caverna, un pibe que debía tener cerca de dieciocho.

—Qué hija de puta—dijo el Gordo, riéndose y escupiendo más chicitos. —Mirá cómo se frota…

Devastado por lo que acababa de ver, resolví que la dejaría en otra oportunidad, y se los dije, pero no estuvieron de acuerdo.

—Vamos y le hablás ahora, loco—dijo el Gordo. —Nosotros te hacemos la gamba.

Pero yo no estaba decidido, y no avanzaba.

—¡Esaaaaaa, la Mona Jimenez!— gritó uno de los invitados de la fiesta, atraído por el cuarteto que salía del grabador de Rolo. —¡Esto es música!— y se puso a bailar ahí, en la vereda, con una señora de anteojos.    

Otras tres parejas lo imitaron, y un muchacho se acercó para invitarla a la Pioja.

—Sí—dijo ella. —Este tema me encanta…  

Verónica y Caverna continuaban en pleno estallido lujurioso. Ahora habían cambiado de posición, y era él quien estaba con la espalda apoyada en el árbol.

—Estos dos van a seguirla hasta que se haga de día—reflexionó el Gordo. —Cuanto más tiempo esperes, más tiempo vas a ser cornudo.

Una de las chicas del cumpleaños se acercó para saludarme. Tenía el pelo largo, muy negro, y mojado.

—¿Te acordás de mí?

Yo no la reconocía en absoluto.

—Soy Carmen. Fui compañera tuya de catecismo.

—Ah, sí…  —dije, aunque no recordaba haber tenido una compañera de catecismo con ese nombre. —Estás muy distinta.

— ¿Sí? ¿Mejor o peor?

—Mejor.

—Gracias, qué bueno.

Tuve una idea, que brotó en mí con promesa de redención: no solo iba a dejar a Verónica, sino que la iba a dejar por Carmen. O, al menos, iba a hacer que mis amigos se creyeran eso.

—¿Bailamos?

Ella sonrió.

—Bueno, sí, pero no bailo bien.

Era cierto, pobre. Más que seguir el ritmo, Carmen tropezaba con él. Y eso me dio ánimos, me hizo ganar confianza.

—¿Qué hacés, boludo?—me susurró el Gordo al oído, mientras yo seguía bailando. —Tenés que dejar a Verónica, dale. Caverna se está sarpando mal. Se la va a trincar en cualquier momento. ¿Qué querés, ser el rey de los cornudos?

Le dije “ya voy” y le pregunté a Carmen si tenía novio.

—No—me dijo. —Salía con un chico pero lo dejé. ¿Vos?

—No, tampoco…  

Apurado como estaba por extirpar de mí el escarnio, le dije:

—¿Querés salir conmigo?

Ella se quedó sorprendida por mi arrojo. No esperaba que yo fuera tan decidido.

—Es muy pronto—dijo. —Sos rápido. Parecés tu hermano.

Entonces me di cuenta de que Carmen me estaba confundiendo con alguien, porque yo no tenía hermanos. Pero tampoco tenía tiempo para aclaraciones, así que me acerqué para besarla.

Ella me dijo.

—Esperá. Están viendo todos. Le aviso a mi mamá que voy dar una vuelta.

—¿Te va a dejar?

—No sé. Ahora vengo.      

Se metió en la casa.

—Dale—me insistió el Gordo. —Vamos.

    Volví a mirar hacia donde estaba Verónica. Ahora Caverna había prendido un cigarrillo.

    —¿Quién era esa mina?—me preguntó el Gordo.

    —Carmen. Hizo catecismo conmigo.

    —Baila para el culo, pero está buena.

    —Sí. El padre cría gallos de riña—mentí, solo porque al Gordo le encantaba ir a ver las riñas de gallos.

    —Uhhh, presentámelo.

    —No lo conozco. Igual, a ella no le gusta decir que el padre se dedica a eso. Le da vergüenza. Es muy católica. Y la riñas de gallo, para la iglesia, son…

    —¿Satánicas?

    —No, pero son medio un pecado… No está bien apostar ni hacer que los bichos se peleen.

    Carmen regresó.

    —Mi mamá me deja, así que…  

    Tulelo y el Pelado se habían puesto a bailar con dos chicas que conocían. Mi primo Carly seguía con la bombita de agua en la mano, mirando todo con aburrimiento.

    —¿Vos seguro que no tenés novia?

    Decidí dar un salto al vacío:

    —Sí, tengo. Pero estoy esperando un rato para dejarla.

    —¿Esperando qué?

    No podía decirle la verdad. No quería que me viera como un cornudo, y decirle: “Estoy esperando a que deje de apretar con otro tipo para dejarla”, era poner en evidencia mi condición. Se me ocurrió otra respuesta:

    —Esperando lo que me digas vos. Si me decís que querés ser mi novia, entonces voy y la dejo. Ella está acá nomás. Acá enfrente.

    Me miró fijo.

    —Bueno, sí. Quiero.

    —Qué bueno. —Casi le digo “gracias”, pero me detuve a tiempo. —¿Querés ver cómo la dejo, así me creés?

    A ella le pareció buena idea, y me dijo que sí.

    Fui hacia el Gordo, que justo rebotaba con una pelirroja que tenía olor a sandía.

    —Bueno, ya está. —le dije. —Vamos.

    El Gordo le avisó a los demás, y fuimos hacia donde estaba Verónica. Éramos como veinte, porque se había agregado gente de la fiesta que se estaba aburriendo y decidió seguirnos.

—Es ella.

Carmen se sorprendió.     

—Está con un tipo.

Y le di la respuesta que ya tenía preparada:

—Es el primo. Es marica, y ella le está enseñando a apretar.

—No parece nada marica.

—Sí, pero es.

Y cuando nos paramos frente a Verónica y Caverna, él salió corriendo, entorpecido por una notoria erección, y ella, que reparó solo en mí, como si los demás no existieran, se puso a llorar y a decirme que por favor la perdonara, que me amaba, mucho, pero que yo todavía era muy chico, que Caverna no significaba nada para ella, que nadie significaba nada para ella.

—Dale, boludo, dejala—me dijo Tulelo.

Y yo le dije a Verónica:

—A partir de ahora no somos más nada. Podés andar con quien quieras, a mí no me importa.

Y como sentí que los ojos me dolían, y que pronto se vendrían las lágrimas, le saqué a mi primo Carly la bombita de agua y me la reventé en la cara.

—¿Qué haces?—me dijo ella, y avanzó hacia mí.

—Vamos—les dije a todos.

Abracé a Carmen, que aceptó el abrazo con frialdad, y nos fuimos, yo con toda la cara mojada por el agua y las lágrimas que el agua disimulaba, Carmen y mis amigos desorientados porque no habían entendido qué mierda había hecho yo, por qué me había reventado la bombita de ese modo.

Y volvimos a la fiesta.

Y seguimos bailando.

Cuando me despedí de Carmen con un beso rápido en los labios, ella me dijo:

—Mis amigas no me van a creer que estoy saliendo con vos.

Tenía curiosidad de saber con quién me confundía, pero no pude desentrañarlo. Quedamos en vernos al día siguiente.

Esa noche me costó dormir, pero a la madrugada mis párpados cedieron y soñé que me amigaba con Verónica y nos besábamos como locos contra el palo borracho, manoseándonos, frotándonos con una desesperación que hasta entonces nunca antes había sentido, una desesperación que era reveladora para mí, y a la mañana, cuando desperté, descubrí que el mundo se había vuelto más espeso y pegajoso, más nuevo y, al mismo tiempo, más viejo que antes, que todos los días anteriores: yo había tenido, al fin, mi primera polución.

Buenos Aires, Filba Internacional 2018

Más archivos Martín Sancia Kawamichi